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domingo, 26 de septiembre de 2010

En defensa del castigo




En defensa del castigo

Carlos Ripoll







Toda persona tiene derecho a manejar a su modo la afrenta que padece. A unos los llevará al odio y a superar acaso el delito con la venganza; a otros al aguante y hasta la disculpa de quien les produjo la pena. Hay delitos unipersonales y hay delitos que afectan a muchos, y aun a ideas y sentimientos. Se pueden perdonar los primeros, pero los que no son exclusivos obligan a castigar al culpable. El crimen de lesa patria no puede quedar impune, es colectivo, y a muchos obliga la justicia.

La independencia de Cuba pecó de generosa. Por el cansancio del conflicto, y con la mano extranjera en el apuro de la codicia, los delitos de España quedaron impunes. Había Martí prometido en el Manifiesto de Montecristi que ''la guerra, y después de ella'', iba a ser ''piadosa con el arrepentimiento e inflexible con el vicio, el crimen y la inhumanidad''. Pero no pudo el país ser ''inflexible con el vicio, el crimen y la inhumanidad'', ni tuvo la compasión cabida para los arrepentidos, porque, sin los castigos necesarios no floreció el arrepentimiento. Fue así que muchos de los enemigos de Cuba libre disfrutaron del poder y siguieron influyentes en el comercio, la prensa y la enseñanza. De manera indiscriminada, sin excluir a los criminales de guerra ni a otros responsables de los abusos cometidos durante la colonia, el Tratado de París obligó a Cuba a respetar en los españoles de la isla, ''todos sus derechos de propiedad, y además el derecho de ejercer su industria, comercio o profesión''. Al ver así el cubano esposada la justicia, cundió el desánimo y le fue más fácil alternar en la república, durante 57 años, el desgobierno y el latrocinio. Aquellos polvos le facilitaron el camino al medio siglo de fango que aún padece la isla. Más previsores fueron los padres de la independencia en los Estados Unidos: terminada la guerra se castigó a los delincuentes, y de por vida se les prohibió a sus enemigos ocupar puestos públicos, quienes ajenos a la prosperidad nacional decidieron emigrar.

Para que mañana en Cuba no llegue un antiguo torturador de prisiones a policía, o un ladronzuelo a presidente de la banca, o que se les concedan cargos en la cultura y la educación a miembros de la gavilla de escribidores, actorcillos y poetines que sin contrición y hasta el fin apoyaron voraces la tiranía, con toda probidad se debe castigar a los culpables.

Ante el desastre del marxismo-leninismo criollo andan allá ahora con recetas chinas y concesiones capitalistas para mantenerse en el poder. Al amparo de una dialéctica falsa retroceden, devolviéndole a gotas al cubano los instrumentos de trabajo, el usufructo de la tierra y de la vivienda, el acceso a la comodidad y a la juguetería electrónica que los complejos de un habilísimo orate le había prohibido. Y ante el miedo de un cambio mayor, bajo el mando de Castro el chiquito, en control de la economía, su pandilla se abastece de riquezas nacionales y de cuentas y pasaportes extranjeros, por si aquello no termina en otro Tratado de París. Y hasta entre las víctimas de sus excesos buscan apurados perdonadores oficiosos que movidos por el olor del pesebre andan con el bolsillo lleno de cordialidades, coloquios e indultos. Ni a ésos se les debe perdonar, porque como dijo Martí, ``Es criminal quien sonríe al crimen; quien lo ve y no lo ataca, quien lo sienta a su mesa; quien se sienta a la mesa de los que se codean con él o le sacan el sombrero interesado''.

Dice la defensa del perdón incondicional que Jesús perdonó. Sí, cuenta el Evangelio que, en medio de los agravios, desde la cruz alzó los ojos al cielo y dijo: ''Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen''. En verdad no lo sabían aquellos soldados, pero Cristo perdonó porque era suyo el dolor: el de los clavos en sus manos y sus pies, el de la esponja de vinagre en los labios, el de la lanza que le atravesaría el costado. Pero cuando no le fue propia la injuria, cuando vio el sacrilegio de los mercaderes en el Templo, ni perdonó ni demoró el castigo: cuentan también los evangelistas que cargó contra ellos y ''se puso a expulsar a los que allí vendían y compraban, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los mercaderes'', y les dijo: ''Mi casa es casa de oración, pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones''. Y en aquel justo castigo, látigo en mano contra los que pecaban en el Templo, al llegar a oídos de los escribas que ''buscaban cómo perderle'', cuenta San Marcos, empezó el camino de la cruz.

Dicen otros que quien no perdona lleva en el alma el peso de su amargura. Derecho se tiene a perdonar lo propio, lo que a uno le toca del crimen, pero no más. Cuba fue el primer muerto del castrismo, el primer alzado, el primer preso, el primer disidente, el primer exiliado, y si pesa la defensa del castigo, siempre, en la razón y la justicia, que pese. Cuba es nuestro Templo.

(La Nueva Nacion)

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