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domingo, 28 de febrero de 2010

Un día en las mazmorras de Castro
















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LA RAZÓN reconstruye, con los testimonios de varios disidentes cubanos excarcelados, 24 horas en la infernal celda de Orlando Zapata, muerto tras 86 días en huelga de hambre


En la imagen, un prisionero común, tras las rejas de su celda en una cárcel de La Habana



Varios presos en la cárcel Combinado del Este de La Habana, en una imagen facilitada por el régimen



28 Febrero 10 - Humberto Montero Sentenciado 36 años al tormento de las cárceles castristas, Zapata no aguantó más y emprendió una protesta hasta el final.

MADRID-El 20 de marzo de 2003, 13 días después de ser liberado tras pasar tres meses en la cárcel por desacato, Orlando Zapata Tamayo volvió a prisión. Nunca más saldría. Fue condenado a tres años de cárcel por protestar contra la detención injustificada de 75 disidentes del castrismo en la llamada «Primavera Negra».
No mató a nadie ni puso una bomba. No ejerció violencia alguna para defender sus ideales –una Cuba en libertad–, tan sólo comenzó un ayuno voluntario en casa de la disidente Martha Beatriz Roque que lo convirtió, a los ojos del régimen, en un «contrarrevolucionario al servicio de Estados Unidos», en un rebelde.
Este fogonero negro, llegado a La Habana desde su Banes natal, en el oriente de la isla, trabajó en la construcción sin mayores contratiempos que los de cualquier compatriota. Hasta que tuvo la osadía de protestar contra la tiranía. Su vida dio entonces un giro hacia el infierno de las 583 cárceles castristas.
Primero fue encarcelado en La Habana, en Villamarita. Allí comenzó a revolverse contra las inhumanas condiciones a las que era sometido. La más humillante para cualquier preso de conciencia –como describió su caso Amnistía Internacional–, tener que convivir con los presos comunes y verse obligado a llevar el mismo uniforme que ellos. No logró nada salvo empeorar su situación.
Recaló luego en la prisión de máxima severidad de Taco Taco, cerca de San Cristóbal, en Pinar del Río. Su condena se fue ampliando a medida que prolongaba los ayunos. Así hasta acumular 36 años de sentencia. Pasó por la cárcel de Holguín y el Combinado del Este, de vuelta en La Habana. Todo para complicar las visitas de su madre, Reina Luisa. Y de allí a Kilo 8, en Camagüey, un penal de máxima seguridad por el que han pasado casi todas las figuras de la oposición anticastrista.
En todos y cada uno de esos presidios, Orlando Zapata convivió con la tortura, la fetidez y la degradación humana más absoluta. La narración que varios disidentes que han pasado por todas esas cárceles hacen para LA RAZÓN compone el infierno en el que Zapata vivió los últimos siete años de su vida.
Todos los días a las cinco de la mañana, desde ese 20 de marzo de 2003, Zapata era despertado para el conteo. Había pasado la noche recostado en un suelo encharcado de heces, con un ojo abierto y otro cerrado, hacinado junto a 30 presos comunes, asesinos y violadores dispuestos a todo con tal de ganarse el favor de los carceleros. Rezando a oscuras para que a ninguno se le ocurriera lanzarle a la cara un jarro de agua hirviendo, como le ocurrió al disidente Fidel Rangel hace apenas unas semanas.
Luego el desayuno: agua turbia con algo parecido al azúcar y un mendrugo de pan. Lo más probable es que ni siquiera lo tocara, como hacían la mayoría de presos políticos, ya que lo único que hubiera logrado es provocarse una fuerte diarrea. Poco después, tras la visita a las letrinas, el aseo. Nunca una ducha. Sólo un par de jarras de agua recogidas de un tanque oxidado en el que todos los reos se arremolinan aguardando a que el limo se deposite en el fondo. De vuelta a la asfixiante celda –Zapata tenía prohibido salir al patio–, quizás tuviera tiempo de escribir algo en un trozo de papel robado.
Sin nada que leer, sin nada que hacer ni en qué soñar, salvo el milagro de una liberación imposible, privado de televisión (en un país donde los cuatro canales sólo emiten propaganda y béisbol), el tiempo transcurría lentamente hasta la hora de la comida, soporífero como el aire de una celda por la que apenas se colaba un soplo de brisa.
Luego devoraría el mismo plato de arroz (salpicado de gusanos, generalmente) y un par de huesos de cerdo. Lo mismo que ayer y anteayer. La misma bazofia de siempre y lo único que comer hasta la mañana siguiente. De vuelta a la celda, quizá un preso nuevo de los 30 o 40 con quien compartir desdichas.
O dos, ya que el número de condenados (casi 60.000) no ha dejado de crecer en los últimos años como consecuencia de la profunda crisis que azota la isla y que está forzando a muchos cubanos a incurrir en delitos, o seudo-delitos que sólo contempla la dictadura, por pura subsistencia. Una situación que ha hecho crecer la población carcelaria un 9 por ciento y ha colocado a Cuba en la cuarta posición mundial con 531 presos por cada 100.000 habitantes, sólo precedida por EE UU, Rusia y las Islas Vírgenes.
Con la caída del sol, otra larga noche por delante compartiendo los olores y el miedo con el resto de compañeros de celda. Escuchando los quejidos de algún otro preso político, convertido en un guiñapo incapaz de resistir los constantes abusos, como Ariel Sisgler, un ex boxeador transformado en paralítico esqueleto, o los susurros sincopados de un disidente enloquecido de la «Primavera Negra», como Antonio Villareal Acosta, condenado a 15 años. Un hombre fuerte y sano, como lo era Orlando, desquiciado por completo por la injusticia de un régimen que contempla en su legislación penal la condena por «peligrosidad predelictiva» y que sólo lo dejará salir «en caja».
El pasado martes, Orlando fue perdiendo poco a poco los sentidos. A la una de la tarde se le paralizaron los órganos en un hospital de La Habana. Poco después moría. Abandonaba esta pesadilla para escapar de las garras de los Castro y volver a ser libre.


«Los talibán no resistirían aquí»
Los disidentes excarcelados tras su detención en 2003 (aún quedan en la cárcel 52 de los 75 que cayeron en la «Primavera Negra») aseguran a este diario que en las cárceles de los Castro ni siquiera se sueña con las condiciones que tienen los 200 talibán que quedan en Guantánamo (la misma cifra que presos políticos del castrismo). «Los ha visitado la Cruz Roja, algo impensable en Cuba, pueden leer el Corán, tienen alimentos, no una pasta con gorgojos y medicinas. Los talibán no resistirían aquí», afirma el opositor Óscar Espinosa.
(tomado de La Razon)

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