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lunes, 15 de febrero de 2010
Cruzando las alambradas para llegar a La Habana
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El poeta Luis Felipe Rojas
Angel Santiesteban, La Habana
El poeta Luis Felipe Rojas.
Luis Felipe Rojas llevaba dos días en La Habana después de haber cruzado las alambradas. Tras varios contactos telefónicos, quedamos en vernos en el Parque Central. Recordé su honda rastafari. A mi llegada le avisé, a través de un mensaje, que me encontraba al pie del Monumento a Martí, como debía ser. Me respondió con una disculpa, tardaría otros cuarenta minutos.
Busqué un banco cerca de la estatua. Algunas jineteras conversaban. Permanecí absorto en una idea que cocinaba para un nuevo cuento. Un turista le pidió a un joven que lo fotografiara. Después de devolverle la cámara, el muchacho le ofreció venderle cajas de tabaco. El señor negó. Intenté continuar creando mentalmente.
Las jineteras pasaron con prisa, huyéndole a un policía que se acercaba por el otro extremo del parque. El militar sintió la evasiva y se mantuvo observándolas mientras se alejaban buscando la calle del Bulevar de San Rafael, allá en la esquina del hotel Inglaterra. Yo también permanecí mirando su retirada. Estaban mal vestidas y sus cuerpos no eran apetecibles.
El policía se apostó entre dos autos y desde allí montó su punto de vigilancia. Se acercó a un joven negro para pedirle sus documentos, luego lo mantuvo retenido. Llegaron otros dos policías que llamaron por el walkie talkie a la patrulla, que apareció en segundos. Le vaciaron los bolsillos al muchacho, lo revisaron minuciosamente y se lo llevaron. En el rostro de los policías vi lo complacido que estaban por el deber cumplido.
En los cuarenta minutos de espera, conté nueve detenciones. Todos jóvenes negros y mestizos. Cuando asomó Luis Felipe sentí tranquilidad: ya no era rastafari. Nos dimos el abrazo que nos debíamos y quise alejarme; temí que él, por ser negro, corriera una suerte parecida.
Conversamos, nos contamos el tramo de vida desde el último encuentro, también las perspectivas, los miedos, los golpes, las amenazas, y por supuesto, nos reímos. Quedamos en vernos al día siguiente en mi casa pues un periodista mexicano quería entrevistarnos. Volvimos a darnos el abrazo y el beso fraterno.
La tarde siguiente, mientras lo esperaba, ya había llegado el amigo mexicano, lo llamé al celular y me dijo que estaba llegando. Luego me pasó un mensaje que estaba afuera de mi edificio. Esperé un rato, al notar la demora salí a buscarlo, no estaba. Extrañado, regresé al apartamento y le comenté al extranjero lo sucedido.
Insistí llamando al celular de Luis Felipe, pero no contestaba. Supe que algo sucedía, aunque no tenía intención de preocupar al visitante. Me disponía a salir nuevamente en el momento en que entraba Luis Felipe. Contó que lo habían detenido en la puerta de mi edificio y que de inmediato lo alejaron, lo llevaron hasta la calle Línea y allí comenzaron a hacerles preguntas. Cuando Luis Felipe les dijo que lo estaban esperando varios periodistas, entonces decidieron soltarlo. Quizá prefirieron evitar el escándalo.
Después nos reíamos, sobre todo cuando el periodista extraía la memoria de su cámara fotográfica para esconderla y suplantarla por otra con imágenes turísticas.
Esa es lo mejor de todo, que hasta después del llanto, siempre nos reímos.
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