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miércoles, 7 de abril de 2010

Con Fariñas han topado


Raul Castro durante la clausura del Congreso de la UJC en La Habana





En representación del Estado totalitario, Raúl Castro ha vuelto a amenazar a los heterodoxos. Directamente a Guillermo Fariñas y a la disidencia interna, y, veladamente, al cantautor Pablo Milanés y semejantes.

"No ignoro que algunos compañeros a veces se desesperan, deseando cambios inmediatos en múltiples esferas. Naturalmente me refiero ahora a aquellos que lo hacen sin la intención de prestarse al juego del enemigo", dijo Castro en el recientemente celebrado congreso de la juventud comunista, esa gran farsa donde hoy militan los que mañana ayudarán a desmontar el régimen.

Las amenazas no son nuevas, pero sí el contexto. Desde hace 50 años, el discurso de la familia gobernante ha coqueteado con la posibilidad del hundimiento en el mar y de la muerte ante el "llamado de la patria", es decir, de ellos mismos. Pero las peores crisis de estas cinco décadas fueron resueltas por la puerta de emergencia, mediante válvulas de escape, pesadas o livianas, o el destape total.

Juan Pablo II, Felipe González, Manuel Fraga o Jimmy Carter aliviaron de la cárcel a centenares de presos políticos, que casi en su mayoría sufrieron deportación. Mientras tanto, al menos tres veces, a miles y miles de ciudadanos se les "permitió" hacerse a la mar para llegar al Norte. Entre éxodos masivos y mediaciones de líderes extranjeros, la olla de presión cubana siguió cocinando y solventó, como pudo, sus crisis periódicas.

¿Qué ha cambiado ahora? La mezcla "gestión humanitaria-oportunidad política" de la diplomacia extranjera, ¿continúa siendo "útil" para aplacar la situación interna?

Guillermo Fariñas ha declinado tres veces la salida al exilio. Ni políticos ni líderes religiosos parecen convencer al periodista. En este contexto, la ausencia de "depuración" coloca al régimen en un escenario complejo; fallan los métodos tradicionales y la ingeniería social del pasado.

Visto así, a La Habana no le restan demasiadas opciones: el atrincheramiento total, con los errores que ello conlleva (agresiones físicas a mujeres indefensas frente a las cámaras de televisión y la fabricación de expedientes criminales a los opositores, como si ello justificara la tortura), o la casi improbable negociación con la disidencia.

Incluso, la limitación geográfica impuesta por la policía a los recorridos de las Damas de Blanco, ofrece lecturas interesantes. La primera, remite al hecho represivo en sí mismo; la segunda, y quizás la más importante, muestra un triunfo de la sociedad civil: el régimen se ha visto obligado a una pequeñísima cesión del espacio público, con la aviesa finalidad de intentar "preservar" el resto.

La situación de los huelguistas y de las Damas de Blanco ha vuelto la vista al verdadero problema, el interno. Los gobiernos extranjeros tienen poco que decir, salvo solidarizarse con las víctimas y condenar a los victimarios. Lo deseable es que no se utilice la vida como mecanismo de presión contra el régimen, pero incluso el deseo de morir debe respetarse.

Que unos cuantos prefieran inmolarse indica hasta dónde ha llegado el deterioro político, económico y social del país. En tanto, los Castro hacen el perfecto ridículo acusando a Estados Unidos y a la Unión Europea de "pagar" a los huelguistas para que se dejen morir por inanición.

Los disidentes que han escogido el camino del exilio, por razones de salud o por cualquier otra, están en todo su derecho; al igual que los que prefieren quedarse en la Isla. Esta última opción, evidentemente, constituye ahora el mayor problema del castrismo. Nadie anhela una explosión interna para cambiar de forma traumática el statu quo; pero sin válvulas de escape ni reformas económicas, el desespero asoma intempestivamente. Ojalá que la solución aparezca de otra forma.
(DDC)

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