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sábado, 6 de noviembre de 2010

Los Intocables




Como siempre, un chiste de humor macabro resume una realidad cubana con precisión insuperable:

Tres comensales de diferentes nacionalidades celebraban el coraje de ciertas prácticas que acontecían en sus países.

El holandés afirmaba:

- Temerarios nosotros, que salimos en grupo a buscar prostitutas, sabiendo que de entre todas, es casi seguro que alguna tenga el SIDA. Y al que le tocó acostarse con esa, ya sabe.

El ruso dijo:

- Temerarios nosotros que inventamos la ruleta rusa, que nos reunimos a beber vodka y ponemos una bala en el revólver. Cada uno tiene que apretar el gatillo en su cabeza, y al que le tocó la bala, ya sabe.

El cubano, divertido, hizo entonces un además desdeñoso:

- Temerarios nosotros – dijo – que nos reunimos en cualquier esquina a hablar mal del Gobierno, sabiendo que al menos uno del grupo es de la Seguridad del Estado. Y al que le tocó joderse ese día, pues ya sabe.


La omnipresencia de esta institución en Cuba no ha escapado tampoco al arte y la televisión: lo mismo en series que han ficcionado el quehacer de los heroicos infiltrados, que en realizaciones clandestinas como el corto “Monte Rouge”, dirigido por Eduardo del Llano (un verdadero “hit underground” nacional), donde en el colmo del cinismo, dos oficiales de la Seguridad tocan a la puerta del ciudadano Nicanor, y le informan sonrientes que vienen a instalarle los dos micrófonos que le corresponden a su vivienda.

Lo cierto es que pocos factores han determinado tanto las relaciones interpersonales en Cuba, como esta organización cuya finalidad y esencia en muchos casos es traicionada por sus propios miembros.

Es decir: el término “Seguridad del Estado” debería implicar para cualquier sociedad del mundo, un elemento de tranquilidad, de resguardo civil, y de justicia colectiva. Los servicios de inteligencia, por definición, resultan indispensables para la protección nacional contra agresiones o fenómenos delictivos de diferentes índoles.

En Cuba, resulta innegable un hecho: a diferencia del resto de las instituciones a las que la incompetencia ha roído hasta el hueso, la Seguridad del Estado funciona de forma impecable. Basta mirar a nuestro alrededor para comprobarlo.

Funciona ejemplarmente detectando focos de compraventa de drogas, casos de prostitución o corrupción infantil, y delitos censurables en toda sociedad moderna. En los recientes y dolorosos sucesos de la niña víctima de una sobredosis, en Bayamo, este órgano desempeñó un rol vital en la investigación y esclarecimiento del monstruoso caso.

Tampoco puede negársele el mérito de haber evitado numerosas muertes por atentados que presuntos “luchadores anticastristas” (tema sobre el que muy pronto escribiré) han terminado por ejecutar contra el pueblo cubano: explosiones en hoteles, cabarets y centros públicos; introducciones de plagas y enfermedades que resultan inadmisibles desde cualquier plano, óptica o enfrentamiento ideológico.

Así pues, hablar de Seguridad del Estado en la Isla no es ocioso o vano, y todo aquel con algo de honestidad dentro deberá reconocer que su labor -la admirable, la realmente heroica, la que protege a civiles-, es digna de palmas.

Sin embargo, si todo terminara ahí este artículo no existiría: para temáticas desabridas y unipolares ya tenemos, los cubanos, al periódico Granma.

Porque lo lamentable y denunciable a los cuatro vientos es que justamente esa institución tan útil en otras aristas, desde hace mucho se ha convertido en un fantasma de la seguridad nacional, en una sombra de represión sutilísima que corroe y condiciona la realidad en que vivimos.

Cuando en Cuba se piensa en la Seguridad del Estado, se la asocia inmediata e indisolublemente con la persecución a la discrepancia política, como primera y más importante función.

Ningún otro mecanismo ha generado mayores “daños antropológicos” en el cubano post revolucionario, que este órgano que a ratos se convierte en una paradoja de sí mismo: nada ha atentado más contra la seguridad individual de los cubanos, que precisamente él.

¿Por qué?, pues porque el conocimiento popular de sus prácticas, sus métodos indetectables e impunes, y su alcance sin límites, han generado en nosotros un miedo patológico, y han desarrollado una respuesta de defensa tan eficaz como lamentable: la hipocresía.

El cubano jamás se atreve a exteriorizar en público sus pensamientos reales sobre un tema político con el que disienta o tenga visiones contrarias a las oficiales. Esos son puntos que se comentan, en voz bajísima, en la intimidad del hogar, o en los círculos más estrechos.

Pero aún allí, siempre se habla con recelo, con miradas a un lado y al otro, entre dientes. El chiste con el que comencé este escrito no es hiperbólico: todos sabemos que entre los nuestros, jamás falta el informante.

La ubicuidad de este órgano es francamente de paranoia. Es inconmensurable. Si algún día los cubanos tenemos acceso –como sucedió con las catacumbas de la Stassi tras el derrumbe del Muro de Berlín- a los documentos que revelan el número de agentes, oficiales, infiltrados, informantes asiduos o de ocasión, creo que la cifra deberá olvidarse en aras de salvaguardar el orgullo nacional.

No hay escuela, panadería, asociación de filatélicos, mercado agropecuario o equipo de béisbol que no tenga entre sus oficiantes a un miembro de la “gloriosa” institución. A veces son incluso de conocimiento más o menos público. Por ejemplo: cada institución oficial posee un compañero de la Seguridad que le atiende, y dicho compañero es a ratos bien conocido.

Los cubanos hemos aprendido a convivir con un aparto de inteligencia engrasado con precisión maniática, que mantiene sus operaciones en la sombra mientras lo estima conveniente, y que también cuando lo estima conveniente echa mano a cualquier argumento aportado por sus miles de informantes para destituir funcionarios, apresar opositores o, más común todavía: para desacreditar la moral de ciudadanos inconformes.

La peor cara de esta realidad es que no tenemos manera de defendernos contra ese actuar. Es decir: todos los ciudadanos saben que sus teléfonos pueden ser intervenidos, que sus hogares pueden ser allanados, que su comunicación electrónica es revisada y almacenada, que sus vidas son examinadas con lupa, pero no existe una sola manera legal de luchar contra esto. La Seguridad del Estado posee en Cuba una olímpica impunidad: sus miembros son nuestros Intocables.

Así, no es de extrañar que el consejo más recurrente para aquellos que manifiestan de forma más o menos pública su desacuerdo con la política cubana, sea: “No hables tanto, que tú no sabes quién es el que te está escuchando”. Frase tan denigrable como cierta, que ha captado una realidad vital: el mismo que te escucha o provoca con supuestos desacuerdos; el mismo que te acompaña a diario, que trabaja a tu lado, que comparte tragos y músicas; ese mismo en quien confías con pasión ciega, puede ser con toda naturalidad el informante que han colocado a tu lado para conocer, en su juego de ajedrez, cuándo es necesario propinarte el jaque mate.

En lo personal, varias veces me ha divertido el humor negro de la desconfianza general: amigos que me insinúan, o expresan abiertamente, su temor de que sea yo mismo, el bocón irredente, la nueva perla de la inteligencia local. En verdad sonrío, pero con la falsa diversión de aquel payaso de un cuento de Benedetti.

Para quienes no nos resignamos a vivir rodeados de miedos y James Bonds tropicales, creo que un anhelo circunstancial concreto, de ahora mismo, sería que a las filas de la Seguridad del Estado también les tocara en la puerta la nueva reducción de plantillas laborales. Pero sospecho que ser optimista, en este sentido, sería de una ingenuidad angelical.



(del Blog El Pequeño Hermano)

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