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domingo, 11 de octubre de 2009

Ofensa pública


Mi última visita a Dos Ríos, donde cayera el más preciado de todos los cubanos, se convirtió en un momento de angustia y malestar. Primero el Cauto, río de mis amores infantiles, convertido en una zanja carcomida y

sucia. Las laderas rajadas y los caminos inaccesibles para llegar forman el pasaje lúgubre que nos han vendido de recambio. Luego el monumento.

Vivo a 20 kilómetros de Dos Ríos, el lugar donde José Martí se abalanzó por última vez en 1895 contra el fantasma de la guerra, pero a ese sitio no se puede llegar si no es a través de una expedición individual, rentando un auto particular o esperando la fecha patria en que la juventud comunista o sus similares deciden quiénes van y quiénes no.

Los honores patrios también están racionados, no existe una ruta de ómnibus o camiones hasta el monumento. Para colmo el jardincillo de rosas que rodea el obelisco se extingue por falta de una bomba de agua. Apenas a treinta metros del río no se pueden regar las plantas por falta de un dispositivo sensorial que haga a las autoridades detenerse un instante y pensar en el que debiera ser el lugar mas sagrado de la patria.

Una aberración jurídica y quién sabe si económica impide que en Dos Ríos se pueda comprar una turbina para regar las rosas del monumento al Apóstol. Hace solo unas semanas estuve allí y sentí pena y vergüenza, propia y ajena. Tal vez este post solo sirva para engrosar las quejas sobre la isla.

Al camino que da acceso ahora a Dos Ríos lo custodia una valla con la imagen de Martí que reza: "Nos enseñó a rechazar las tiranías y las ingerencias."

Ojo por ojo.
por Luis Felipe Rojas

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