Los muertos no hablan de revolución
55 años después: La complicidad y el engaño nos han llevado a un callejón sin salida
miércoles, enero 22, 2014 |
Manuel Cuesta Morúa LA HABANA, Cuba. – La Revolución Cubana ha establecido con su sociedad una relación cínica, hecha a base del supuesto de que-lo-que-es-no-es, pero debe-seguir-siendo-como-si-fuera.
55 años después: ¿puede hablarse–más allá del recuerdo– de Revolución Cubana? Desde el punto de vista de la convicción, no cabe duda de que existe. Es el tipo de convicción que funda la existencia de las religiones. Pero desde el punto de vista de sus propuestas iniciales, la Revolución Cubana hace tiempo ya que se disolvió en la independencia y soberanía externas de Cuba.
Quienes defienden al gobierno de Cuba con el expediente de la Revolución, nunca contestan satisfactoriamente estas dos preguntas: ¿es Cuba el único país donde existen la salud y la educación gratuitas?; ¿es legítimo que las actuales generaciones de cubanos se planteen la necesidad de otra Revolución? Una revolución que bloquee la posibilidad de revoluciones futuras no está hecha por revolucionarios.
Pero los revolucionarios no se rinden, ni siquiera ante la clara evidencia de que la Revolución Cubana ya no existe. Y no existe porque, más allá de la convicción y de sus propuestas, ella fue, por naturaleza, una revolución conservadora. El gobierno cubano cerró las posibilidades de una modernización social, política y cultural coherente, en consonancia con la dinámica mundial: el feminismo, los negros y el movimiento homosexual y de lesbianas. Lo que constituyó una señal temprana de la naturaleza conservadora del proyecto del 59.
Por otra parte, el cierre de Cuba como respuesta a la libertad que en los años 60 comenzaba a acercar a los ciudadanos de todo el mundo: la libertad de movimiento, fue el sello de ese conservadurismo que desconectó a los cubanos de su dinámica fundacional como país.
Por su naturaleza, la Revolución Cubana es la expresión última, en el siglo XX y lo que va del XXI, del proyecto criollo de modernización, con sus dos modelos más claros: el modelo ampliado de plantación-economía exportadora-poder, y el modelo restringido de hacienda-bodega-dominación, anclado en la conquista española de América.
Ese proyecto de modernización inició su larga marcha por la invención hegemónica de Cuba en el siglo XIX. Y ese criollismo conservador se actualizó a través de una dictadura de benefactoría social que creó, con la Revolución Cubana, el segundo Estado jesuita del hemisferio occidental, después del Estado del mismo tipo fundado por el Dr. Francia en el Paraguay del siglo XIX.
Sus más importantes logros tienen que ver con su capacidad para que la juzgaran a partir de lo que ella dice de sí misma, con su programa para detener la pobreza en los límites de la miseria que exhiben muchos países del Tercer Mundo y con su visibilidad confrontacional con la primera potencia del mundo: los Estados Unidos. Nunca fue un proyecto de futuro.
Expectativas decrecientes
Estos éxitos de imagen y de cohesión mínima alimentaron cierto romanticismo de izquierdas y de derechas, muchas veces en el límite de la obscenidad política, del oscurecimiento de la historia antes de 1959 y del racismo cultural, y una visión de frontera posimperialista por su oposición constante a las políticas de los Estados Unidos.
Ellos enmascararon la estructura conservadora de la sociedad que la “Revolución” animó, y el imperialismo revolucionario hacia el Tercer Mundo: en forma de misiones militares o de misiones médicas y educativas.
El éxito de esta revolución conservadora, por más de medio siglo, permite entender cómo, con el paso del tiempo, la llamada Revolución Cubana se convierte en una revolución de expectativas decrecientes, que hizo de la cartilla de racionamiento una virtud, del afán de modernización una contrarrevolución y del intercambio con los Estados Unidos un problema de seguridad nacional.
Esto último, llevado al límite, ha significado un debilitamiento cultural del país frente al desafío que representan los Estados Unidos en términos de continuidad cultural de la sociedad cubana, ―podríamos hablar ya de la fruta madura cultural― y un agotamiento del proyecto criollo en su incapacidad para darle seguimiento y continuidad a sus políticas en una época de plena globalización. En la medida en que este proyecto criollo ha pretendido identificarse con los fundamentos de Cuba, pone en peligro también la viabilidad de la nación.
Un pie en la España colonial
Como proyecto criollo, ―con un pie puesto en la estructura de la España colonial, lo que permite entender la discriminación estructural del gobierno a los nacionales―, la Revolución Cubana es un proyecto de hegemonía y dominación que ha legitimado la “contrarrevolución”; solo que aquella hecha por los revolucionarios en el poder.
El contrato original de 1959, fundado en una complicidad positiva entre sociedad y nuevo poder revolucionario, se actualiza en 1961 perfilándose como socialista; lo vuelve a hacer en 1976, con una Constitución que establece la hegemonía y superioridad de los comunistas; se quiebra en 1979 con la visita de quienes habían abandonado el país; se rompe en 1980 con los sucesos de la embajada del Perú y del puerto del Mariel; vuelve a actualizarse en 1992, con la admisión de otro universo moral dentro del partido comunista y con la laicización constitucional del Estado; se rompe una vez más en 1994, con los eventos del Malecón de La Habana; y trata de reactualizarse con la liberalización de los mercados agrícolas, y de otras áreas, que más tarde son distorsionados.
A lo largo de todos estos momentos el gobierno ha hecho lo uno y lo contrario para sostenerse en el poder, independientemente de que unas prácticas económicas, sociales o políticas hayan estado en contradicción absoluta con las anteriores o posteriores. Y todo en nombre de la Revolución Cubana. Cada una de estas “revoluciones” y “contrarrevoluciones” hechas desde el poder, le han divorciado cada vez más de la sociedad y le permitieron, finalmente, en 2002, replantear su relación orgánica con los ciudadanos.
Sí, “dentro de la revolución, todo”; pero “dentro de la contrarrevolución, también”: este parece ser el epílogo del proceso político iniciado en 1959.
Contrarreforma política
Incapaz de hacer la crítica de sus fundamentos ―a diferencia de las democracias representativas, la Revolución Cubana no permitió una discusión a fondo de sus pilares, lo que explica su falta de democracia― el gobierno emprende en 2002 una reforma constitucional ―una auténtica contrarreforma política― que fue la última y definitiva ruptura del proyecto criollo con los ciudadanos cubanos ―ruptura lógica y necesaria para poder establecer en el futuro un nuevo contrato y replantear la fundación nacional sobre el proceso ya más logrado de nación cultural.
Y al declarar constitucionalmente la irreversibilidad del “socialismo”, el gobierno pulveriza los precedentes constitucionales de la fundación de Cuba. Desde nuestros orígenes como proyecto de nación, aquellos asimilaron, sin contradicción, esa unidad de súbdito y soberano que está en la base del ciudadano moderno. Súbdito de la ley, soberano para conformarla, los cubanos perdimos con esa contrarreforma la condición de ciudadanos ―que es pulverizada― y la relación orgánica con un Estado que solo sabe y le importa justificarse a sí mismo. A partir de aquí quedó claro que para el Estado los cubanos somos únicamente fuente de deber, no de soberanía. Así, la naturaleza republicana de Cuba se disuelve, estableciéndose un contrato cívico-político para impedir todo contrato futuro. Una aberración que debe tener pocos precedentes en la historia constitucional del mundo.
Complicidad y engaño
Si se quiere entender, entonces, por qué la relación de los cubanos con su Estado es fundamentalmente cínica, donde se supone que debe existir una relación ética, la razón puede encontrarse en esa fluidez estática que la Revolución Cubana ha establecido con su sociedad, hecha a base del supuesto de que-lo-que-es-no-es, pero debe-seguir-siendo-como-si-fuera, para lograr la supervivencia mutua en medio del apagón del futuro y la suspensión de toda perspectiva estratégica, tanto para el país como para los proyectos personales.
La complicidad y el engaño mutuo sociedad-Estado vienen a forjar, durante 54 años, ese modus vivendi que ha disuelto más de una esperanza y llevado al país a un callejón sin salida. La corrupción como zona de tolerancia compartida tanto por el poder como por los ciudadanos, en medio de una tensión vital, es el ejemplo claro del progresivo hundimiento nacional y de la desmoralización en picada de las bases decentes de la convivencia.
El poder y sus circunstancias
La última definición dada por Fidel Castro el Primero de Mayo de 2000 de lo que es la Revolución Cubana, confirma el diagnóstico: durante 54 años ella viene haciendo un costoso tránsito desde la justificación por sus esencias a la justificación por sus circunstancias. En tal sentido, “contrarrevolución” y “revolución” son palabras para el control psicológico, a las que los cubanos le temen por su capacidad para el ostracismo social, o que buscan como contraseña política para la admisibilidad también social. Fuera de esto, y solo para una ínfima minoría de hombres y mujeres honestos, tienen un sentido de comunión en la obra y defensa de un pasado, que no contradice la respuesta a esta pregunta: ¿qué es en definitiva la Revolución Cubana? Mi respuesta es esta: el poder y sus circunstancias, definidos ambos por la picaresca de Estado.
¿Y los legados? La revolución conservadora se apura por rescatarlos antes del fin de sus días: la restauración de La Habana Vieja; las cenas de 150 dólares; la guayabera; el Capitolio; las marinas de Batista, ahora extendidas a lugares que aquel ni soñó; la economía de enclave del viejo modelo bananero centroamericano; los precios de lujo en medio de la miseria y la alta visibilidad de las familias que se pretenden reales, con trajes de Armani, tabacos de excelencia, caprichos de princesa y todo el caudal obsceno de un régimen que en su recorrido por la vulgaridad perdió lo esencial: la sencillez de las clases altas, el control de la gesticulación, el hablar bajo, la caballerosidad, el trato suave a las damas y el horror frente a la violencia gratuita y exagerada: la propia y a la ajena.
¿Qué dirán los muertos? Bueno ya nos dijeron que los muertos no hablan. Tampoco pueden silbar su desprecio.
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