EL CIRCO, Y EL GATO DE MI ABUELA
(1-4-14-10:00AM)
(la pistolita es solo para impresionar, no se asuste amigo lector)
Por Aldo Rosado-Tuero
En mi niñez y pubertad, posiblemente yo estuviera empatado con el hoy difunto Guillermo Cabrera Infante, en lo concerniente a ver películas, pues viviendo en un pueblo del interior, donde los cines cambiaban las películas a diario, yo iba al cine todos los días, y los domingos iba a la matinee infantil, en el “Caibarién Cinema” y después a la primera tanda del “Cervantes” y la segunda tanda la disfrutaba en compañía de mis padres y mi hermana. Después cuando abrieron el Cine teatro “América”, alternaba entre los tres, pero no me perdía ninguna película que se pasara en mi pueblo.
Aunque los precios de las entradas eran irrisorios, si lo comparamos con los actuales, lo cierto es que mi desmedida afición, ya hacía mella en los bolsillos de mi padre, si a mi “vicio” por las películas agregamos que no me quería perder una velada boxística o un juego de béisbol, ya se imaginarán.
Para mortificación de mi padre y la mella de su bolsillo, cuando visitaban el pueblo los circos ambulantes que recorrían toda la geografía insular, yo inventaba hasta lo imposible para no perderme una función, ya fuera el “Circo Razzore”, el “La Rosa” o el “Atayde”, o cualquier otro timbiriche que hiciera escala en “La Villa Blanca”. Y como yo asistía a los dos funciones, llegó el momento en que mi padre se negó rotundamente a seguir pagando “mi vicio”.
Como yo estaba bastante enclenque para meterme a “tarugo”, me las ingenié para que los dueños de los circos me dieran la entrada gratis, a cambio de llevarles un gato con el que pudieran alimentar a sus famélicos y hambrientos felinos. Como era natural, para la temporada circense empezaron perderse y a escasear los gatos en el pueblo, ya que liderados por mí y con el beneplácito del italiano Razzore o del señor La Rosa, los integrantes de la “pandilla de la arrocera” nos dedicábamos a la caza despiadada de los felinos domésticos, para que sirvieron como condumio de sus primos salvajes, lo que nos aseguraba un puesto en la función a una nutrida representación de la tropita juvenil de “La arrocera”, que nos divertíamos como enanos.
Pero un año, sucedió que ya la escacez gatuna era tan notable debido a nuestras “razzias”, que empezamos a experimentar dificultades en la consecución de nuestros “pasaportes felinos” para obtener las entradas gratis al circo.
Y una tarde, cerca de la cinco—la función comenzaba a las siete de la noche—yo ya desesperaba, pues por mucho que había buscado por los patios y las calles, no había podido capturar ni a un jodido gato. Y finalmente se me encendió “el bombillo” y la idea malsana pero gratificante, de resolver la entrada a costa de “Barriguilla”, el gato adorado de mi queridísima abuela paterna, se apoderó de mi cerebro…y “Barriguilla” terminó en la barrigota de un león, y yo gocé de la actuación de los payasos, los trapecistas, las bailarinas y del “espectáculo” grotesco de un tipo con smoking, sombrero de copa y unos bigotes más grandes que los del Kaiser de Alemania, azotando furiosamente a unos leones famélicos y a un tigre, que parecía una radiografía andante, ya que a simple vista se le podían contar todas sus costillas, de una sola ojeada.
Por estos contrastes de la vida, yo disfruté de una noche perfecta de diversión, enmarcada por la tristeza y las lágrimas de mi pobre abuela, apesadumbrada por la irreparable pérdida de su inseparable y ronroneador “Barriguilla”, el que no acudiría solícito esta vez, ni nunca más, como era su costumbre, a las llamadas de mi abuela Álida.
Mi tío, Secretario de Municipio o del Consistorio local, como todo político profesional muy avispado para las triquiñuelas y trampas, cayó enseguida en cuenta de quien había sido el perpetrador de tan inmundo gaticidio, realizado con abuso de confianza, nocturnidad y alevosía. Después de sonarme dos pescozones, que me dejaron los oídos sonando como los pitos de las locomotoras de vapor, y de endilgarme un discurso más propio para los habitantes del Barrio Tercero de Punta Brava, en sus mítines de campaña cuando aspiraba a Concejal, que para un regaño por un gato sacrificado en aras de las artes, pareció conmoverse con mis argumentos explicativos sobre mi desmedida afición a los espectáculos, me ofreció la solución perfecta: usando su influencia en la alcaldía me convirtió, de la noche a la mañana en Inspector Municipal (honorario) de Espectáculos, sin importar que yo tuviera doce años de edad, pero claro eso no tenía ninguna importancia en la demogracia de la época (Atención corrector de pruebas:escribí demogracia, no democracia).
Debo decir que cuando crecí y adquirí conciencia cívica renuncié a mi “botella’ que me permitía entrar gratis a todos los espectáculos que tenían lugar en mi pueblo marinero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario