El escándalo de las funerarias en Cuba
Si la vida es un calvario, a la muerte no le va mucho mejor
viernes, diciembre 26, 2014 | Ernesto Pérez Chang | 2 Comentarios
LA HABANA, Cuba. -El irrespeto por los restos humanos en los cementerios cubanos es un fenómeno tan habitual que ya pocos se escandalizan al escuchar noticias sobre el tema, casi siempre divulgadas de boca, en boca porque los medios de prensa oficiales, como sucede con un sinnúmero de temas, o tienen prohibido informar sobre tales cuestiones o, simplemente, no las consideran algo relevante.
Sin embargo, en Cuba, el abandono de los cementerios es un problema menor si tenemos en cuenta que todo el proceso de la muerte se convierte en una verdadera tragedia que no comienza con las profanaciones de las tumbas sino desde mucho antes del fallecimiento. Desde la incapacidad de las instituciones de salud para garantizar una muerte digna a los enfermos terminales, debido a las pésimas condiciones y la falta de personal que exhiben, hasta la irrespetuosa manipulación de los cadáveres en la mayoría de las morgues y funerarias del país, todo contribuye a empeorar la situación.
Desde el momento de la defunción hasta el enterramiento o cremación, se sucede una cadena de desatenciones que transforman el normal proceso de duelo de cualquier familia en un verdadero infierno. La manera de transportar los cadáveres, el descuido al amortajarlos, la chapucería en las ofrendas florales y en las decoraciones de las salas de velatorios, la pésima confección de los ataúdes, la suciedad del entorno, son algunas de las causas de que los cubanos de a pie sientan como un verdadero suplicio ese instante de darle el último adiós a un familiar o amigo.
A la entrada de una funeraria de Centro Habana,
un trabajador de comunales, Eladio Flores, nos comenta sobre las condiciones en que llegan los restos humanos al lugar y del mal momento que viven los familiares al recibirlos en tan pésimas condiciones:
“Vienen de la morgue con las manos y las piernas amarradas con mangueras de esas que usan para poner los sueros, amarrados como si fueran puercos. Todos vienen mal cosidos y llenos de sangre y restos de la autopsia y con algodones sucios saliendo por la boca. Es horrible lo que uno tiene que ver todos los días. […] Aquí hay una señora a la que la gente le paga para que limpie los cadáveres pero ella es la misma que limpia el piso y eso ella lo hace por su cuenta, para ganarse un dinero extra. En realidad son los familiares quienes deben encargarse de limpiar y vestir al muerto. Aquí no hay condiciones para hacer bien las cosas. A veces hay que salir a buscar el agua en pepinos [botellas de refresco] y entonces con los mismos trapos viejos se limpian más o menos pero solo lo que es la cara y los brazos porque el resto del cuerpo se queda siempre lleno de sangre. La ropa tapa todo eso. Y allá atrás no hay luz para ver lo que se hace. Yo le digo a los familiares que no entren para que no vean cómo vienen los muertos pero alguien siempre tiene que ayudar a vestirlos. Esa mujer [la que limpia] no puede ella sola con todo”.
En la funeraria La Nacional, en la Calzada de Infanta, en el municipio Cerro, los instrumentos de limpiar el piso son almacenados en el ascensor donde conducen los cadáveres a las capillas. Un chofer de un carro fúnebre que presta servicio en el lugar y que deseó no revelar su identidad, nos habla de algunas anomalías que ocurren a la vista de los dolientes. Refiriéndose a los ataúdes, nos dice:
“Parece que los pegan con saliva. Yo he visto muchos llegar desbaratados al cementerio y después para sacarlos del carro es tremendo problema. Se desclavan con el menor golpe, la madera tiene comején. Cuando llega el camión, los tiran contra el piso, claro que se tienen que romper, pierden los fondos, se rompen los forros. […] Las cajas no tienen cristal para que puedas ver la cara del muerto. La funeraria lo quita en cuanto cierran la caja porque es el mismo que usan siempre, para ahorrar”.
Incluso en funerarias como Calzada y K, en El Vedado, donde son velados algunos dirigentes y figuras públicas de cierta relevancia, el abandono de los baños y el deplorable estado de la cafetería, así como de las capillas destinadas al pueblo, revela el poco interés del gobierno por los despojos de esas personas a las que demandaron sacrificio y fidelidad durante décadas. Pero, en contraste con las otras instalaciones fúnebres del país, en Calzada y K se practica una especie de servicio diferenciado, donde se reservan los mejores ataúdes para aquellos pocos que el gobierno considera dignos de un final “decoroso”. Para ellos, también se reservan adornos florales de mayor calidad así como carrozas especiales.
Para todas las funerarias, los adornos florales
están regulados por cuotas estrictas que favorecen la práctica del soborno para obtener un mejor servicio. El cotidiano desabastecimiento a veces ha provocado la ausencia de flores en los velatorios de las personas más humildes y ha obligado a que los dolientes con mayor poder adquisitivo tengan que adquirirlas a altos precios en los mercados en divisas, donde jamás faltan las mejores ofertas pero a precios astronómicos donde una simple rosa puede costar entre 1 y 5 dólares, más de tres veces lo que gana un obrero en una semana de trabajo.
Aunque la poca cercanía familiar y sentimental
con el fallecido le permite narrar los hechos desde la chanza, Idalmis Lorenzo, vecina de Arroyo Naranjo, nos describe las vicisitudes del funeral de un tío paterno en la funeraria de la calle María Auxiliadora, en su municipio de residencia:
“[…] el cadáver llegó a la funeraria a las 6 de la tarde, y todos estábamos allí desde las 11 de la mañana, sin comer nada, ni tomar agua, porque en la cafetería no había nada, solo cigarro y ron. ¿Tú sabes lo que es vender ron en una funeraria? […] Cuando llegó, yo tuve que ayudar a limpiarlo y vestirlo porque mi prima estaba muy mal y yo no quería que viera aquello. Yo misma tuve que acomodarle algunos algodones y taparle los costurones con la ropa y el pelo. Era un desastre. Aquel no era mi tío, lo habían tratado como a un animal. […] En la capilla no había luz y mi esposo tuvo que traer dos bombillos de la casa. También tuvo que traer agua y café porque no había nada, ni donde sentarse. La gente estaba fuera de la funeraria, sentada en el piso, en la acera. […] Las flores llegaron al otro día por la mañana porque el jardín [establecimiento donde se comercializan las flores para los servicios fúnebres] estaba cerrado y no tenían nadita. Había que esperar hasta el otro día y entonces mi hermana trajo unas flores plásticas para que no se viera aquello más mal de lo que estaba. […] Fue casi como una hora antes de salir para el cementerio que llegaron las dos coronas y el cojín que habíamos pedido, eran de flores feísimas, apestosas. A mí que me incineren [dice mientras ríe]”.
Son numerosísimos los testimonios de personas que han tenido que enfrentarse a situaciones similares y, a pesar de las quejas acumuladas durante años y las denuncias públicas ya sea desde el periodismo independiente, la literatura, el humor o la cinematografía, las instituciones implicadas, todas administradas por el Estado, no se dignan a ofrecer una respuesta favorable. La causa no sé si habría que buscarla en el cúmulo de incapacidades de un gobierno o en el estatismo y el espíritu de conformidad, casi enfermizo, que padece una buena parte de la población de la isla. Sea lo que fuere, lo cierto es que, si la vida no vale nada, entonces a la muerte, en Cuba, no le va mucho mejor.