Más de 30,000 homosexuales, religiosos y considerados contrarrevolucionarios fueron recluidos en la provincia de Camagüey, en Cuba, a partir del 19 de noviembre de 1965 y hasta 1968, donde fueron sujetos a trabajos forzados. Muchos fueron vejados y asesinados.
Estos campamentos se conocieron como Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), y el aislamiento, el encierro y los castigos fueron tales, que muchos de los confinados se automutilaron o se suicidaron.
“Me cortas la mano o te corto la cabeza”, dijo un joven de apellido Falcón a su compañero José Guerra, mientras cosechaban caña en uno de esos campos. Lo vio tan decidido, que cerró los ojos, levantó su cuchilla y se la dejó caer.
Comenzó a chorrear sangre, pero tuvieron que esperar a que llegaran los militares que los custodiaban. No podían salir al camino desde el que eran vigilados; de hacerlo, corrían el riesgo de recibir un balazo, recuerda Francisco García, quien ese día estaba a un lado de ellos y actualmente reside en Estados Unidos, tras haber escapado de la isla en 1972.
El joven herido sólo quería salir, ya no aguantaba más estar encerrado y trabajar contra su voluntad.
Como parte del Servicio Militar Obligatorio (SMO), fueron recluidos en estos campos miles de jóvenes, y también mayores de 27 años, entre ellos el cardenal Jaime Ortega, arzobispo de La Habana, y el cantautor Pablo Milanés, quien en alusión al encierro escribió la canción Catorce pelos y un día. También ingresaron Alfredo Petit, obispo auxiliar de la arquidiócesis de La Habana, y Raúl Roa Kourí, hijo del entonces canciller cubano del mismo nombre, explica el libro La UMAP: el gulag castrista(Enrique Ros, Ediciones Universal, 2004).
Los campos tenían dos razones de ser: por un lado, el gobierno pretendía aumentar la producción agrícola con mano de obra barata, y por el otro, proteger al país de los detractores del régimen castrista.
“Entonces había en Cuba una movilización general en torno a la defensa de la nación y de aquel contexto nacieron las UMAP, a guisa del servicio militar”, reconoció Mariela Castro, hija del presidente Raúl Castro, en una entrevista publicada por el portal brasileño operamundi.uol.com.br, el 2 de febrero de 2013.
Saldo rojo
“Usted no era un individuo, estaba nada más para recibir improperios, maltratos y abusos; había golpes y hasta simulacros de fusilamientos para quienes no querían ponerse el uniforme”, recuerda José Caballero, quien ingresó a la UMAP en junio de 1966 y llegó a la Florida hace 35 años, en el éxodo del Mariel, cuando aproximadamente 125,000 cubanos emigraron a Estados Unidos.
Raúl Marrero llegó a la UMAP en julio de 1965 y desde 2005 vive como refugiado en Estados Unidos. Lo “más difícil fue el sentirme humillado, rebajado a cero, como que no eras nadie”, comenta.
El número varía, hay quienes dicen que fueron 25,000 o hasta 40,000. Félix Luis Viera, escritor y poeta, quien en su juventud fue enviado a la UMAP y desde 1995 vive en México, asegura que cuando estaba en el campamento Anguila fue comisionado para entregar unos documentos. Cuando ingresó en un comedor para entregarlos entró el comandante Ernesto Casillas, jefe de las UMAP en Camaguey:
“Comandante, con permiso. ¿Cuántos hombres hay en las UMAP?”, y la respuesta de Casillas fue: “22,000 hombres, exactamente”.
Pero este no fue el único saldo rojo. Además, 500 hombres terminaron en salas psiquiátricas, 70 murieron por tortura y 180 se suicidaron, indica el informe Desmitificando las UMAP : La política de Azúcar , el género y la religión en la década de 1960 Cuba', publicado por en el 'Delaware Review of Latin American Studies' de la Universidad de Delaware (Joseph Tahbaz , Vol. 14, No. 2, diciembre 31 de 2013).
Al llegar al campamento, el nombre de Francisco García dejó de existir para los soldados. A partir de ese día se convertiría en un número: “El 57”. En el lugar, ubicado en Ciego de Ávila, le cortaron el cabello casi a rape y le dieron un uniforme de mezclilla: un pantalón azul oscuro y una camisa de manga larga, del mismo color, pero con un tono más claro; durante poco más de dos años tuvo que calzar botas militares y portar en el brazo izquierdo un escudo de fondo blanco que en letras rojizas decía “Umap-1”.
Los campamentos tenían un área de aproximadamente 100 x 100 metros y se encontraban cerca de las zonas pantanosas, circundados por una cerca de postes de concreto y 14 alambres de púa, de la que en la parte superior salía una barrera de seguridad, inclinada, compuesta de tres cordones de alambre. El cuadrante tenía barracas para los confinados, una torre de vigilancia, celdas de castigo, zonas para oficiales y guardias, letrinas, y garita de entrada y salida.
Algunos confinados permanecieron todo el tiempo en el mismo campamento, pero a otros los cambiaron varias veces, para que no entablaran amistad con los militares que los cuidaban.
Los matacaballos
Los ingresados en las UMAP llevaban a cabo trabajos agrícolas como la siembra y cosecha de boniato, de yuca, de piña y de frijol, por lo que tenían que abonar los campos, sacar la hierba y fumigar.
Pero la mayor parte de su estancia la dedicaron a la caña, pues la administración de Fidel Castro se había impuesto la meta de alcanzar 10 millones de toneladas de azúcar a lo largo de 1970. Como consecuencia, en 1964 se creó el Ministerio de la Industria Azucarera (MINAZ), el cual sustituyó a la antigua Empresa Consolidada del Azúcar. De acuerdo con el sitio oficial del gobierno cubano, entre sus misiones estuvo ejecutar, entre 1966 y 1970, el primer Plan de Desarrollo de la Industria Azucarera, con el que las tierras dedicadas al cultivo aumentaron 35 por ciento.
Los internos laboraban 60 horas a la semana, entre el lunes y el sábado, y a veces hacían trabajo voluntario que no contaba en su cuota. Las jornadas podían durar hasta
12 horas.
La rutina variaba entre uno y otro campamento, pero regularmente todos los días los despertaban aproximadamente a las 4 a.m. y tomaban algún alimento. Luego partían al campo, donde permanecían hasta el mediodía. Regresaban a almorzar y a las 2 p.m. ya estaban trabajando de nueva cuenta.
En ocasiones tenían que recorrer distancias de 13 o 14 kilómetros, a pie y en fila india, hasta llegar a su destino. Iban custodiados por los guardias, quienes montaban caballos y portaban armas largas.
“Nos tenían en lugares donde había mosquitos que les dicen ‘matacaballos’, porque de verdad mataban a los caballos, eran unos mosquitos gigantes y teníamos que trabajar bajo esas condiciones”, recuerda García. Los militares no dejaban sueltos a los caballos, en cambio, “te tenían ahí hasta que te caías, y te dejaban entrar a dormir”, relata Jorge Lázaro.
Lázaro añade que si no cumplían con la meta, no les daban alimento.
Cuando tenían sed, no les quedaba más recurso que tomar del agua caliente que se quedaba en los surcos que deja el arado. Caballero todavía tiene esa imagen en la memoria: “Cuando llovía se hacían pozos, de esos teníamos que echar para un lado la hierba y tierra que había, para poder tomar esa agua”.
Las horas de trabajo eran más larga durante la zafra, que generalmente duraba de enero a abril, pero debido a la falta de mano de obra se alargó de noviembre a junio. Así, a la mitad del año, los internos de la UMAP se vieron obligados a cortar caña de azúcar desde el amanecer hasta la puesta del sol, los seis días a la semana.
En algunos campamentos llegaban tractores y encendían las luces para que siguieran trabajando durante la noche. "Eran faenas en la agricultura. Una vez hubo unas lluvias torrenciales y el agua nos llegaba a la altura de la rodilla y nosotros tratando de recuperar la cosecha", describe Jorge Lázaro.
Los castigos: cavando la tumba
García vio cómo arrastraban a los confinados por los caminos de tierra. También le tocó ver que obligaran al castigado a abrir un hoyo, le ordenaban que se metiera, lo llenaban de agua y lo dejaban un día entero adentro. También los podían dejar de pie, atados en posición de firmes e inmóviles.
Caballero narra que si alguien no quería ponerse el uniforme de la UMAP lo llevaban al cañaveral y lo golpeaban. En el campamento el resto de los compañeros sólo escuchaban tiros y pensaban que había muerto, pero eran simulacros de fusilamiento: “Hubo personas a las que sacaron de las letrinas, hasta el cuello. O los amenazaban diciéndoles que los iban a llevar a las unidades de los homosexuales, que mantenían aparte”.
Pero a juicio de quienes estuvieron recluidos los que más sufrieron fueron los testigos de Jehová, pues por sus creencias tienen prohibido hacer algún “gesto” militar. Los paraban en filas y un sargento les ordenaba cuadrarse, pero ellos no lo hacían.
“Entonces, los desnudaban y los amarraban a la cerca. En las noches yo todavía oigo los gritos de esa gente, porque los mosquitos los mataban”, dice García. Félix Luis Viera añade que los dejaban sin comer o bajo el sol.
Los caballos locos
A mediados de los años 1960, el gobierno de Castro estaba reestructurando el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MINFAR), con lo que pretendía profesionalizar a las fuerzas armadas, en las que había gente de bajo nivel académico o iletrados, quienes habían integrado el Ejército Rebelde que lo ayudó a tomar el poder. Muchos de ellos fueron enviados a las UMAP como una degradación, lo que repercutió en maltratos para los confinados:
Por ejemplo, García vio al primer jefe de su campamento dar un tiro en la nuca a un muchacho que se quería comer un gato, porque tenía hambre, pues les daban macarrones sin salsa una vez al día, llenos de polvo, debido a que llegaban en tractores por los terraplenes.
El hombre solía pasear en ropa interior, borracho y con una botella de alcohol, hierbabuena y miel de abeja. También bebía vino seco, utilizado para cocinar. Era un tipo “sin escrúpulos” que todo el día estaba borracho y te castigaba a la menor provocación.
“Lo más monstruoso de la UMAP era que los jefes de campamentos eran personas alcohólicas, que estaban medio locas, que estaban lisiados; personas que no podían mantener en las ciudades por sus vicios, y entonces, como un castigo los llevaron para allá”, afirma García.
Algunos eran apodados “caballos locos”, debido a sus niveles de ira. En una ocasión, Jorge Lázaro, el número 94, estaba cortando caña. El número 69 empezó a discutir con el sargento, quien sacó una pistola y simplemente le disparó. Los militares miraron a los jóvenes y les ordenaron que sacaran “el cadáver”, pero el hombre todavía estaba vivo. En su campamento también había un teniente que fumaba marihuana y, montado a caballo, se ponía a cantar corridos mexicanos.
Caballero también recuerda a un muchacho originario de Guantánamo, quien por falta de atención médica murió al tercer día de haber llegado. Al joven le dio leptospirosis, una enfermedad que las ratas transmiten a través de la orina y excremento, la cual destruye los riñones. El joven orinaba sangre y “rompió un termómetro” por la fiebre. Aun así, el jefe del campamento dijo que estaba falsificando los síntomas, y le negó asistencia médica.
Los confinados hicieron una huelga de brazos caídos, pero cuando lo llevaron al hospital ya era demasiado tarde. Enseguida arrojaron su cadáver a la cama de un camión para luego trasladarlo.
El precio de la fuga
Eduardo R. Valdés pudo escapar de la UMAP. Junto con un amigo al que apodaban “Sonny” cruzó el río Máximo, situado al noreste de Camagüey, pese a saber que había caimanes. Cuando estuvieron del otro lado decidieron separarse, pero al poco tiempo fueron capturados. Primero agarraron a “Sonny”. Valdés estuvo seis meses escondido en Cienfuegos, pero al ver el sufrimiento de su madre por su estado de prófugo decidió entregarse.
Lo regresaron al campamento. Lo desnudaron, le amarraron las manos por la espalda, lo golpearon, insultaron, le dijeron contrarrevolucionario y lo tiraron a una fosa. Cada media hora le arrojaban agua sucia. Pero el momento más difícil fue cuando un soldado apuntó hacia él y disparó. Para su fortuna otro militar le desvió el revólver.
“No me mataron porque no era mi día, pero uno tenía intenciones. Me sacaron de esa fosa, me amarraron, me querían arrastrar, pero me agarraron en un lugar donde había guajiros [campesinos] y uno dijo: ‘No, teniente, aquí no porque están mirando’ ”, recuerda Valdés.
Salvatierra es periodista radicado en Ciudad de México
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