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viernes, 25 de diciembre de 2009

ESPEJO DE IMPACIENCIA







Espejo de impaciencia, por Vicente Echerri
VICENTE ECHERRI
La Navidad nos trae este año el regocijo añadido del vigésimo aniversario del fin del régimen comunista en Rumanía y, en particular, de la ejecución sumaria, ejemplar e indigna (como merece todo déspota) de Nicolae Ceausescu, tirano por casi un cuarto de siglo, y de Elena, su mujer y cómplice principal de sus desmanes. Sólo cuatro días antes, cuando convocara a una inmensa manifestación en la plaza frente al monstruoso palacio estalinista que había hecho levantar como monumento a su soberbia, Ceausescu se creía invulnerable, inmune al virus de la libertad que había barrido, en pocos meses, al podrido orden totalitario en Europa oriental. Pero esa tarde del 21 de diciembre de 1989, en cuestión de minutos, la muchedumbre dejó de aplaudir y empezó a chiflarle y él se acobardó. Los oprimidos vieron su miedo y fueron por su sangre. El tirano pudo escapar al linchamiento, sólo para ser fusilado sin decoro cuatro días después, en la Navidad que inauguraba un nuevo tiempo.

Varios historiadores y cronistas han recogido los últimos momentos de la insolente pareja que avasalló sin medida a sus compatriotas, que les impuso horrendas privaciones para satisfacer sus planes absurdos y megalomaníacos y que no vaciló nunca en asesinar o encarcelar a sus opositores. Arrestados en una escuela militar, Ceausescu y su mujer eran de pronto un par de ancianos ateridos que no podían entender que sus vidas hubieran dado un vuelco tan dramático, ni aceptar la realidad que se había plantado ante ellos ni que, de la cumbre del poder absoluto, se hubieran convertido, súbitamente, en unos nadies a quienes despachaba un tribunal improvisado.

El final fue expedito, como siempre debe ser en estos casos (no el dilatado, costoso y, por momentos ridículo, proceso de Saddam Hussein), de la manera en que Winston Churchill había recomendado que debía ser la ejecución de Hitler en caso de encontrarlo con vida: mera formalidad para comunicarles, a quienes ya se habían puesto al margen del derecho, que la sociedad los eliminaba echándoles encima, además, todos los crímenes de una era, que eso de bueno tiene la tiranía: concentra tanto el poder como la culpa.

Confieso que me gustan el ritmo y las escenas de este proceso: el líder depuesto de un régimen espurio que se niega a reconocer, por ilegal, al tribunal que lo juzga y lo condena; la humillación de que les aten las manos con unas toscas cuerdas; la sorpresa --otra más, al salir al patio y ver el pelotón formado-- de que la muerte es inminente. El viejo comunista, queriendo conservar alguna dignidad, ha empezado a cantar las primeras frases de La internacional y su mujer, más atenta a lo que está a punto de ocurrir, le advierte: ``cállate, Nicu. Mira, nos van a matar como perros''. Los paracaidistas que integran el pelotón tienen instrucciones de no disparar a la cabeza del dictador para que pueda ser reconocido en las fotos. Ni siquiera les conceden la ceremonia del fusilamiento tradicional. Luego de alinearlos contra la pared, los soldados retroceden seis pasos y abren fuego. Algunas fuentes dicen que los reos intentaron huir y que fueron cazados como patos.

No hay que ser rumano para sentirse gratificado por este final, con el que concluye una época atroz y empieza el renacer --no obstante vacilante y precario-- de una nación. En el ajusticiamiento de un tirano está siempre en ciernes --como prefiguración, conjuro o anticipo-- la muerte violenta de todos los demás, de todos los que aún quedan vivos y en el poder. Aunque termine por morir en su cama, el tirano debe ser visto siempre como un candidato a la ejecución o al asesinato político; alguien a quien no hace falta juzgar porque su propia ejecutoria lo condena; en consecuencia, no necesita de jueces, sólo precisa de un verdugo.

En Cuba, donde la tiranía personal pasa del medio siglo, el único cambio reciente que ésta revela es el haberse hecho bicéfala: un mandante al que los males del cuerpo han obligado a la reclusión y otro que presta su cara y su voz (bastante repulsivas, por demás) para seguir repitiendo lo que el primero le dicta en la sombra. Las ilusiones que, ingenuamente, algunos se llegaron a hacer con la presidencia de Raúl Castro han quedado sobradamente desmentidas, tanto por sus discursos como por todas las acciones y medidas de un régimen que no renuncia a su carácter represivo, pese a que se hunde día a día en la ineficacia y en la ruina. Los que vayan a hacer justicia, sólo tendrían, al igual que en Rumanía, que duplicar la ejecución. Entre los hermanos Castro no hay distinción alguna, si exceptuamos que Raúl tiene un solo ano, y Fidel tiene dos.

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